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si es amor que sea de cine

Comentario con testimonios incluidos

EL AMOR DESCONOCE DECIR ADIÓS

Francisco Garzón Céspedes (Cuba/España)

 

"¿Serás bueno conmigo, verdad?" Le pregunta ella (Catherine / Jennnifer Jones) a él (Frederick / Rock Hudson). Hay que ver Adiós a las armas (Farewells to Arms) sobre el libro homónimo de Ernest Hemingway. Hay que ver, en días subsiguientes, las dos versiones, la de 1932 (USA, director Frank Borzage, guión Ben Hecht), y la de 1957 (USA, director, Charles Vidor, guión Benjamin Glazer y Oliver H. P. Garrett). Ésta de poder decidir ver las dos versiones, sin esperar a su reestreno o a que la programen en la televisión, es una excelente posibilidad contemporánea. Y hay que leer luego, lo antes posible, la novela original en una fiel traducción. En este caso, dadas las muy buenas versiones cinematográficas, mejor en ese orden. Porque si la leemos primero, y desde las excelencias de la literatura de Hemingway y desde nuestra imaginación y paisaje interior ponemos rostros y características a los personajes, nos va a ser muy difícil aceptar las particularidades de los actores. Y por esto hay que elegir cuidadosamente cuál de las dos versiones vemos primero. Y yo propongo que primero la de 1957 por ser la más extensa, 146 minutos, mientras que la del año 1932 dura aproximadamente 78 (esto no la hace peor, la hace, entre mucho más, diferente). ¿Y por qué recomiendo ver las dos versiones y leer la novela? Podría argumentar en extenso. Sólo diré que, ante todo, porque su historia de amor resulta de tal intensidad que devuelve la confianza en la capacidad de amor de los seres humanos, y porque reafirma la certeza en la rotundidad con la que pueden elegirse como pareja para siempre y priorizar cada uno al otro y priorizar su amor. Y esto, igual ante todo, es conmovedor porque habla de grandeza y de entrega y de devoción y de valor y de firmeza y de sensibilidad. Habla de reconocerse. De conocerse y de reconocer al otro. Habla de los seres humanos que logramos ser. Y de cómo el amor es la inmortalidad por excelencia. Y de cómo el amor desconoce decir adiós. Escribiendo y escribiendo, y con la tranquilidad de que lo esencial está ya escrito, asegurar que (y voy a aludir cronológicamente) no es cierto que Gary Cooper fuera inexpresivo (como se ha afirmado) y que Rock Hudson (como tanto se pensaba en los años cincuenta) no pudiera ser un buen actor (y no por excepción). Excelentes (y muy distintos) los dos en el norteamericano conductor de ambulancias Teniente Henry Frederick, del ejército italiano durante la Primera Guerra Mundial. Cooper caracterizando a un hombre desnudo en su indefensión y desolación. Hudson auténtico en cada suceso, mostrando la transformación del protagonista con precisión y vulnerabilidad. En la enfermera inglesa Catherine Barkley: Helen Hayes, una actriz soberbia, que de inicio no parece apropiada para el personaje porque no siempre es luminosa y atractiva, vivaz y hechizante, va creciendo hasta una escena final absolutamente memorable e insuperable. Jennifer Jones, una gran actriz (ganadora del Oscar al igual que la Hayes, ésta dos veces), no consigue estar de principio a fin siempre convincente, pero a lo largo de sus apariciones tiene una cantidad considerable de secuencias donde, además de ser más creíble (en general) que la Hayes para el personaje, está magnífica y nos permite sentir y reflexionar sobre sus significaciones. Y sobre las significaciones de lo que dice. Adolphe Menjou y Vittorio de Sica en el expresivo y extrovertido cirujano Mayor Rinaldi, construyen caracterizaciones de primerísimo orden. Y Alberto Sordi (en el sacerdote de la versión de 1957) a la altura de los más profesionales, de los que hacen que uno no pueda emplear el término “papel secundario”. Y no son todos. Ni todo el buen hacer cinematográfico, más allá de los avances a la orden en 1957 frente a lo existente 35 años antes. Por ejemplo, el color frente al blanco y negro (aunque el blanco y negro es muy apropiado para una historia de comienzos del Siglo XX). Y más allá de aspectos de las ambientaciones que muestran sus insuficiencias y costuras. Escenas para recordar, numerosas. Por no hablar de los momentos principales y revelarlos, señalo la filmación de la retirada del ejército italiano en las dos versiones. "¿Serás bueno conmigo, verdad? Cariño, tendrás que ser muy bueno conmigo porque vamos a tener una vida extraña, pero es la única vida que yo quiero vivir."

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UNA ACCIÓN DE AMOR COMO LEYENDA

Francisco Garzón Céspedes (Cuba/España)

 

Él de pie en la calle grita. Ella interpone su cuerpo entre él y el arma del soldado alemán que sentado sobre el tanque en marcha le apunta y lo amenaza…

Es la escena de una película[1] creada desde la invención o la reinvención. Quizás antes fue realidad y anécdota. Quizás ha sido parte de una leyenda. O lo será mañana. Una acción de amor. Como tantas acciones de amor habrá ocurrido en uno y otro y otro extremo del planeta y volverá a ocurrir y a ocurrir hasta que seamos mejores y no haya más guerras.

 Un pequeño pueblo francés durante la Segunda Guerra Mundial. Las tropas alemanas cruzando en sus tanques por el centro del pueblo. Impotentes los habitantes viéndoles pasar y, entre tantos, ella, una agente inglesa. Él, un miembro de la Resistencia, en plena calle, perdidos sus controles, gritando, al paso de la caravana, los nombres de franceses asesinados y desaparecidos. Sobre un tanque que se aproxima, un soldado alemán que lo increpa, que le apunta, que está a punto de disparar. Y él que no se calla. Y ella que le pide que se calle. Y él que no se calla. Y ella que se interpone entre él y la caravana. Y él que no se calla. Y ella que por primera vez lo besa. Lo besa en la boca. Lo besa y lo besa y lo besa a la vista de cada hombre y mujer, de cada ser vivo. A la vista de los alemanes que pasan interminables. Lo besa, ahogando sus palabras, hasta que desaparece el último tanque.

 

[1] Charlotte Gray (Reino Unido/Australia, 2001, color). Directora: Guillian Armstrong. Guionista: Jeremy Brock; guión basado en la novela de Sebastian Faulks. Actores principales: Cate Blanchett (Charlotte Gray), James Fleet (Richard Cannerly), Billy Crudup (Julien Lavade). En el suceso: Julien y Charlotte. En España puede conseguirse en DVD.

 

 Este comentario pertenece al libro inédito Genial amor de este autor.

 

QUIEN ME ACOMPAÑABA ERA EL AMOR

Francisco Garzón Céspedes (Cuba/España)

 

Creo que he perdido la voz tres veces en mi vida. Y siempre ha sido al terminar de ver una película. El cine ha estado en mi existencia desde la niñez. Mi padre me llevaba una o dos veces cada semana. Era en la provincia, pasaban el estreno y otra película a la que le decían “la de relleno”. No teníamos televisor y el viejo aparato de radio se escuchaba mal. Tampoco es que hubiera demasiado dinero como para ir al cine pero, como era el único gasto extra que mi padre se permitía, esas monedas terminaban por aparecer.

Cuando crecí y pude ir solo, aunque no recuerdo cómo se manifestó ese rechazo, sé que no acepté ir más con mi padre. Ahora que está de viaje, y que no volveré a verlo, se me parte el corazón ante la idea de cómo debió sentirse. Mi padre nunca más fue al cine. Excepto cuando muchos años después, al venir a visitarme él y mi madre a la capital, yo organizaba una ida de los tres a ver algún estreno y los convencía. En aquellas pocas ocasiones me habría gustado sentarme entre los dos. Algo impensable. Y al final optaba por sentarme al lado de mi madre que se ubicaba en el centro.

La primera vez que me quedé sin voz fue al final de la niñez en un cine de Camagüey llamado Casablanca y al culminar la proyección de La diosa[1], con una actriz que nunca había visto (era su primera película, no obstante que ella llevaba años actuando, sobre todo, en el teatro y, también, en la televisión norteamericana). Una actriz, de enorme prestigio entre los críticos, que me impactó tanto como la historia misma: Kim Stanley. Recién he leído que el gran Paddy Chayefsky fue nominado al Oscar por La diosa, la historia arquetípica de una estrella cinematográfica, su fama, los precios a pagar, su trágica vida.

Yo no estaba acompañado, y al salir del cine desistí de comprar un libro porque percibí tanto mi conmoción como que había perdido la voz. Demoré un largo rato en recuperarla en el trayecto del cine a mi casa. No logro imaginar lo que hubiese ocurrido de no saludar a mi madre al llegar. Era muy amorosa. Y muy formal.

No he vuelto a ver La diosa. La he buscado, la he anhelado. Aunque tampoco estoy tan convencido de si no la vi hace años en la televisión mexicana, al menos un fragmento. Tengo recuerdos de escenas tremendas: como las de cuando ella regresa, en apariencia triunfal, a su pequeña ciudad para asistir al funeral de su madre, y todos la acosan como las hienas a los famosos. Y de la sobrecogedora escena que pone fin al argumento. La diosa me hizo reflexionar, quizás por primera vez, sobre los altos costos humanos de la fama. Y esa reflexión habita mi conciencia.

La segunda vez que me quedé sin voz fue en 1983, en Caracas. Invité a un joven pintor venezolano, no caraqueño, y hoy renombrado en París —a pesar de lo cual no consigo recordar su nombre—, a ver Frances[2], y nos acercamos en taxi al cine de un Centro Comercial en una urbanización de las colinas. Kim Stanley en esta película no es la protagonista, sí la segunda en los créditos tras Jessica Lange, que hace el papel de la contestataria actriz Frances Farmer. Las dos actrices en verdad monumentales. Kim Stanley en el papel de la madre dominante y cruel, un ser determinante para los muy trágicos sucesos de la existencia de Frances.

Al salir del cine casi todo el Centro Comercial estaba a oscuras. Todos se marchaban en sus coches. Y no existían taxis visibles. Y sí la evidencia de que no arribarían. Yo intenté hablar, pero la película me había dejado sin voz. Y el pintor parecía estar muy asustado porque ya en los ochenta Caracas era una ciudad peligrosísima. Cuando se dio cuenta de que yo no podía hablar pasó del susto al pánico. Yo por señas le dije que esperara mientras caminábamos hacia una cabina telefónica. Allí tuvimos que aguardar largos minutos a que yo recuperara la voz. Llamé a una base de taxis, y a los varios intentos convencí a un taxista de que viniera hasta la urbanización asegurándole que le pagaría el doble de lo que costara el llevarnos a un lugar seguro. El pintor me hizo responsable de que arriesgáramos la vida, y no me lo perdonó. Porque creo recordar que teníamos proyectos en común entre su pintura y mi poesía, y no volvió a llamarme ni a salirme al teléfono. Y yo no insistí.

La tercera vez que me quedé sin voz fue con la película búlgara El cuerno de cabra[3], ubicada en el Siglo XVIII durante la cruel dominación del Imperio Otomano; una muy incisiva y desgarradora historia de identidad, de amor de pareja y más; pero no me ocurrió cuando la vi en un cine de La Habana a principios de los setenta, sino años más tarde. Estaba acompañado y al final lloraba en silencio. Quise hablar y supe que por tercera vez había perdido la voz. Esta vez quien me acompañaba era el amor. Pensé que se iba a angustiar, mucho. Y, no sé cómo, en esta ocasión encontré de inmediato la voz por medio de un monosílabo. El amor me sacó un monosílabo de las entrañas.

 

 [1] La diosa (The Goddess, EE.UU., 1958). Director: John Cromwell. Guionista: Paddy Chayefsky. Protagonista: Kim Stanley. Coprotagonista: Lloyd Bridges.

[2] Frances (EE.UU., 1982, color). Director: Graeme Clifford. Guionistas: Eric Bergren, Christopher De Vore y Nicholas Kazan. Actores principales: Jessica Lange, Kim Stanley y Sam Shepard. Cuarto de los cinco largometrajes en que la descomunal Kim Stanley intervino.

[3] El cuerno de cabra (Kozijat rog, Bulgaria, 1972, B/N). Director: Metodi Antonov. Guionista: Nikolai Haitov. Actores principales: Katya Paskaleva, Anton Gorchev y Milen Penev. Premio Especial del Jurado del Festival Internacional de Cine de Karlovy Vary a Metodi Antonov. Al igual que Frances, en España puede conseguirse en DVD.

 

Este comentario pertenece al libro inédito Genial amor de este autor.