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si es amor que sea de cine

HISTORIA DE AMOR PARA LLORAR A GUSTO

Francisco Garzón Céspedes (Cuba/España)
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Pueden citarse innumerables películas para llorar a gusto.
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Y muchas y muchos tendrán perfectamente definido su film emotivo preferido, el que más ha tocado adentro sus sentimientos, el que siempre le hará llorar.
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De todas las que me han nublado la vista o me han hecho derramar lágrimas silenciosas, películas que no han sido tantas y menos en proporción a la cantidad de cine que he visto desde la niñez, elegiré sólo una.
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Creo que porque aunque es una película muy conocida, considero que merece el que se vuelva a llamar la atención sobre su historia por si alguien lee estos párrafos, aún no la ha visto, y decide buscarla; o por si alguien descubre que le urgiría el volver a verla.
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Pero primero me referiré al llorar.
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Durante diez años de mi juventud nunca me permití llorar por aquello del machismo de que “los hombres no lloran”. Fue en verdad más que eso, sabía que debía fortalecerme para sobrevivir primero y para estar realmente vivo lo antes posible. Y no es que hubiera sido hasta entonces alguien que llorara a la menor ocasión o con frecuencia. En absoluto. Pero la dureza, que intuía iba a requerir para enfrentar a un mundo del que mucho ya no me gustaba, pasaba para mí en aquellos años por controlar todo lo más posible, y, desde luego por controlas las lágrimas.
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Poco a poco, con los años, cuando me sentí seguro de mí mismo y de mis capacidades, y sobre todo seguro de mi capacidad de respuesta, a la par que convencido de la rapidez de mis reflejos, y de mi fortaleza y de mi firmeza, volví a llorar por excepción y en situaciones de gran dolor, de inmensas pérdidas como el fallecimiento de mis padres, o de emotividades inesperadas.
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Y refiriéndome a unas de las emotividades inesperadas: Me asombra la intensidad del dolor que me llega desde la conmiseración o desde la tristeza presentes en determinados recuerdos de lo vivido; y, aunque en estas ocasiones no lloro, la razón de que no me permita las lágrimas es la certeza de que si en uno de estos momentos llorara no podría parar y me ahogaría en el torrente de mi llanto. Tanto es mi dolor al recordar, tanta la conciencia del otro, de la otra, y de su indefensión.
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Me emociona la condición de bondad del ser humano. La condición de desprendimiento. Y, siempre, la condición de amor. Y, en especial, algo a lo que ya me he referido, cuando se trata de la entrega de quienes tienen pocos bienes materiales y son capaces de darte todo lo que poseen y han atesorado. De darte aquello que simboliza una creencia que han necesitado para continuar vivos. O de darte aquel objeto humilde logrado con tanto esfuerzo y tras tantas ilusiones. O de ofrecerte el único dinero reunido para conseguir la materialización de un sueño.
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Cuando alguien tiene conmigo uno de esos actos excepcionales de desprendimiento que definen la grandeza de la condición humana, me hago responsable. Responsable ante ese acto de amor. Responsable por el otro más allá de futuros errores suyos, de futuras incongruencias e inconsistencias posibles de su parte en el difícil existir. No olvidar que quien algo bueno tuvo, algo bueno podrá rescatar. Esto en cuanto a los otros. Y en cuanto a uno mismo, no olvidar que todo el bien regresa mientras se irradia, se expande y fecunda.
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¿Cuando alguien me dio por primera vez? He sido muy afortunado, mucho dentro de una familia pobrísima: mis padres, mi tía abuela, los que tenían algo material que dar, me lo proporcionaron desde los mayores sacrificios y desde las mayores prodigalidades, y, tanto, cotidianamente y para formarme, para protegerme, para hacerme feliz; más la suma de todo lo que recibí desde el amor, la comunicación, la oralidad de ellos y de otros miembros de la familia como mi abuela paterna.
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¿Cuándo alguien me dio por primera vez y tuve conciencia de ello? ¿Me dio sin tener lo suficiente para sí y para dar? No me refiero a algo tan invalorable como procurarme amor, tiempo… que, son, primero. Me refiero a algo material. ¿Quizás a finales de los años cincuenta el viejo televisor en blanco y negro comprado de segunda mano por mis padres para regalármelo? Seguro bastante antes. ¿Quizás algo después el tocadiscos portátil? Aquel que, aún tan sencillo, costó más de la mitad del sueldo mensual de mi padre que debió de conseguir ese dinero trabajando fatigosas horas extras. Aquel tocadiscos para el que luego no había dinero para comprar discos. Y que me robaron unos años más tarde de la habitación donde dormía en un plan de becas estudiantiles de enseñanza media. El dolor de la pérdida tuvo que ver con la significación sentimental del objeto robado. Fue hondo, intenso. ¿Cómo se puede robar a otro? ¿Cómo se puede robar sin saber el valor real, el valor humano de lo robado? ¿Cómo se puede sustraer? ¿Expoliar? Al robar se puede estar robando algo tan universal y precioso como los anhelos. O como las ilusiones. O como las esperanzas.
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Como puede apreciarse, mientras he escrito los párrafos anteriores he dejado que las palabras sigan en mucho sus propios cauces más que dirigirlas por un único canal, pero, como debo volver a las películas de amor y al llanto que son capaces de provocar, consignar que son las películas justo de lo que más me ha emocionado, y además sin que pudiera, ni deseara, evitarlo. Y más allá de consideraciones morales, que procederían, me emocionó profundamente el sentido dramático de Los puentes de Madison[1], su calado e intensidades, situación trágica sin salida positiva posible dadas las circunstancias en la que se enmarca encuentro y amor, con dos actores que en sus inicios no me gustaron demasiado y que reconozco son dos auténticos colosos en su profesión: Meryl Streep y Clint Eastwood (convertido en excelente director). Tragedia, que no melodrama como ha dicho parte de la crítica, ubicada en un medio rural, donde el silencio tiene relevancia junto a las palabras y las acciones. Una donde no sólo lloran los espectadores sino donde, entre más, se ve llorar al personaje del fotógrafo del National Geographic que encarna Eastwood: Robert Kincaid. Los puentes de Madison, un film clásico: Una de las más absolutas dimensiones del amor. El amor es el más arriesgado de los riesgos.
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[1] Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, EE.UU., 1995, Warner Bros / Malpaso / Amblin, 135 minutos, color). Dirección: Clint Eastwood. Guión: Richard LaGravanese sobre la novela homónima de Robert James Walker. Protagonistas: Meryl Streep y Clint Eastwood. Música: Lennie Niehaus. Fotografía: Jack N. Green. En 1995: Nominada al Oscar: Mejor actriz. Nominaciones al Globo de Oro: Película dramática, actriz dramática. Nominada al César: Mejor película extranjera. En España, donde la vi en un cine madrileño cuando fue estrenada, puede conseguirse en DVD.
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